Según la última encuesta Criteria (2020), un 77% de la población cree que los chilenos han sido arriesgados y no han adoptado las medidas de seguridad necesarias en relación a prevenir los efectos de la pandemia del Coronavirus. Sin embargo, de las mismas personas encuestadas, tan sólo un 37% afirma que está completamente dispuesto a vacunarse contra el coronavirus. La causa principal de este bajo índice, según la misma encuesta, radica en una falta de confianza. No obstante, existe una proporción no menor de personas cuyos motivos son creencias infundadas, como aquellos que se declaran anti-vacunas (ver Bertoglia 2018) o que incluso llegan a afirmar que la pandemia es un mito. Algunos incluso han llegado a articular grupos políticos alrededor de estas ideas. Está de más remarcar la gravedad de esta situación, sobre todo considerando los efectos que ha tenido esta pandemia en Chile y los que podrá tener si todo sigue igual y no se considera a la vacuna como la única solución viable. La pésima gestión del Estado (empequeñecido y relegado a un rol secundario por el sistema neoliberal impuesto en dictadura) se sostiene como la principal causa de la expansión del virus y del crecimiento de los contagios. Por otro lado, hay que considerar aspectos propios de la realidad chilena que agravaron considerablemente la situación. Según el Instituto Nacional de Estadísticas (2020), durante el trimestre octubre-diciembre del 2019, un 30,2% de la población trabajaba de manera informal. Estas cifras presentan además un sesgo etario importante, pues un 55,1% de este grupo corresponde a adultos mayores de 65 años, coincidente con la población de mayor riesgo para la enfermedad. En otras palabras, son más de 390 mil personas de alto riesgo, sin contar aquellas menores con enfermedades preexistentes, que se han visto (y se verán) obligadas a exponerse debido a las malas condiciones laborales y a la falta de protección social, quedando, durante el período de cuarentena, ante la libertad de elegir entre morir de hambre o por la enfermedad. Estas cifras reflejan lo más crudo, pero están lejos de representar la totalidad de injusticias que se han agudizado durante la crisis, donde los trabajadores formales se han visto obligados a renunciar a su salario a través de la Ley de Protección al Empleo (Chile Atiende, 2020). Todo esto ha provocado que una gran cantidad de personas se haya visto obligada a acudir a sus propios ahorros del seguro de cesantía y sus ahorros previsionales, para poder subsistir, convirtiendo al individuo en responsable de los costos de una catástrofe mundial. A eso hay que sumar que se deriva a la niñez vulnerable a instituciones aún más riesgosas, no se protege a los adultos mayores ni se cuidan los derechos básicos de los trabajadores. En síntesis, la legislación chilena, así como el aparato estatal disponible para garantizar la seguridad social y el bienestar ante una situación de catástrofe, han sido totalmente insuficientes. A todo esto hay que sumar las grandes carencias del sistema educativo chileno en cuanto a alcanzar una mínima alfabetización científica de toda la población (CONICYT 2018, por ejemplo), independiente de su lugar de origen o futuro laboral; lo que ha provocado un ambiente ideal para la proliferación de creencias pseudocientíficas y del negacionismo de la ciencia en torno a la pandemia, agravando aún más la situación. La noticia de una vacuna disponible supone una esperanza para toda la población. Pero, a pesar de esto, se han levantado mitos y desconfianzas, reflejando un pensamiento atomizado e individualista, todo esto enmarcado en un discurso donde se representa a la vacuna como una medida puramente de responsabilidad individual de cada cual, lo que se suma a la falta de una formación científica y crítica básica. Esta baja disposición a la vacunación representa un riesgo para toda la nación, puesto que implica un retorno a lo que se vivió durante el invierno de este año 2020: un aumento exponencial de contagios, hambre, colapso del sistema público de salud y un pueblo trabajador llevándose la peor parte, representando la mayoría de los contagios y muertes, debido al hacinamiento, a la escasa infraestructura médica y a las desigualdades inherentes al sistema. Por todo lo expuesto queda claro que la vacunación es un tema de importancia nacional (y mundial) que debe ser considerado como prioritario. En primer lugar, la vacunación debe ser administrada, divulgada y expuesta como un asunto comunitario de salud pública. En este contexto, es imperante virar hacia un discurso que la conciba como un deber para con la comunidad completa, no como un asunto de responsabilidad individual (o voluntario siquiera). Se requiere un gran porcentaje de la población inmunizada para cortar la cadena de contagios, lo que se denomina como "inmunidad de grupo" (Pollard & Bijker 2020). Esto es de extrema necesidad, dado que siempre habrá un grupo que no puede ser vacunado, como son los inmunodeprimidos, o aquellos que presentan contraindicaciones, en quienes el contagio muchas veces representa un riesgo alto de consecuencias graves o mortales. Por otro lado, ninguna vacuna es 100% efectiva. Se espera que las vacunas contra el COVID posean una efectividad entre un 90 y un 95% (pensando en el peor escenario) [1] (Jeyanathan et al. 2020; Thomas et al. 2020; Polack et al. 2020; Paltiel et al. 2020; Zimmer et al. 2020), lo que implica que de cada 10 personas vacunadas es posible que una no genere la inmunidad necesaria. Es por eso que la opción de vacunarse (siempre que se pueda) debe considerarse un deber, dado que el no hacerlo implica poner en riesgo no solo a uno mismo, sino que a toda la población con la que uno entre en contacto. Otro de los motivos que han generado un estigma respecto a la vacuna tiene que ver con la gran rapidez con que se ha producido y comenzado a utilizar, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las vacunas que existen. Respecto a esto debe tenerse en consideración que, si bien el virus contra el que está hecha la vacuna es nuevo, las tecnologías que se están usando no lo son. En muchos aspectos no se diferencian cualitativamente de otras vacunas ya existentes que se han usado exitosamente en humanos para otras enfermedades (Pollard & Bijker 2020). Las vacunas son una de las tecnologías biomédicas avanzadas más antiguas, contando con al menos 200 años de investigación (Gavaldà 2019) antes de las que hoy se están realizando. En esta línea, los métodos que se están utilizando para crear las vacunas para el coronavirus han sido trabajados y optimizados por bastante tiempo y su seguridad es conocida desde hace varios años, sino décadas. El temor a los efectos secundarios también debe diluirse, pues debe tomarse en cuenta, que la vacuna ha sido testeada más de 40.000 pacientes (Polack et al. 2020), los que fueron examinados mediante métodos altamente rigurosos, resultando en una baja proporción de efectos secundarios, los que son comunes a todas las vacunas conocidas. Si bien todo el proceso se ha hecho con una gran rapidez, ha sido ejecutado con una gran rigurosidad y con presiones y controles de muchos organismos a nivel mundial. Toda vacuna pasa por más pruebas, y más rigurosas, que cualquier otro insumo de consumo humano, tales como alimentos, maquillajes, artículos de higiene, etc. Junto con los fármacos, se trata de los pocos bienes que son tan controlados y con tanta rigurosidad antes de salir al mercado, en cuanto a su seguridad y a su efectividad (Pollard & Bijker 2020; Jeyanathan et al. 2020; Zimmer et al. 2020). Considerando todos los aspectos expuestos, quienes divulguen información falsa respecto a vacunas, o incentiven a las personas a no vacunarse, están cometiendo un acto que atenta directamente contra la salud de toda la población. En esta contingencia, los medios de comunicación debieran tener un rol activo, mandatado por alguna entidad superior de salud, en no difundir esta clase de desinformación e incentivar a la gente a confiar en la ciencia, en los profesionales de la salud y los científicos y a vacunarse activamente. Algo tan importante como la vacunación no puede dejarse en manos del voluntarismo, de las buenas intenciones y de los llamados individuales a tomar consciencia. Los programas de vacunación deben ser planificados, obligatorios y controlados. Por ejemplo, padres que se nieguen a vacunar a sus hijos deberían ser tratados con la misma severidad que padres que se nieguen a alimentarlos, inclusive con medidas más drásticas, pues no solo es a su hijo a quien están arriesgando, sino que están cometiendo un atentado contra la salud de toda la comunidad. Otro de los estigmas que ha girado en torno a la vacuna tiene que ver con el desarrollador y productor de la que llegó a nuestro país: Pfizer, una empresa privada transnacional. Sin embargo, cabe mencionar que esta situación no es única para este caso. Hoy en día Chile depende completamente del extranjero para llevar adelante no solo sus programas de vacunación masiva, sino que también para muchos aspectos fundamentales relacionados con la salud, la industria, los alimentos, la tecnología y el normal funcionamiento del país. Para cambiar la dependencia del extranjero en cuanto a vacunación no solo es necesario invertir en investigación científica, tecnológica y médica, sino que es necesario tomarse en serio la soberanía nacional y la independencia en todo ámbito. Para alcanzar ese estado de cosas se hace inevitable un cambio de sistema político y económico, en pos de generar un plan nacional a largo plazo amparado en instituciones robustas. Esto es algo que todo movimiento que apunte realmente a cambiar el sistema debiera tener como prioridad fundamental. Solo en este contexto tendrá sentido exigir más investigación y más independencia en temas como la vacunación. Así mismo, solo con la generación de un plan nacional como prioridad, así como una reestructuración sistemática, se podrán vislumbrar soluciones definitivas para todos los problemas mencionados en cuanto a la pésima gestión de la pandemia, las nulas medidas sociales, el abandono del pueblo a su suerte y las tragedias derivadas de la enfermedad. En el intertanto, mientras Chile no alcance la independencia tecnológica y en políticas de salud, instancias como la vacunación son un deber para todos y todas para con toda la población. Independiente del origen de la vacuna, la prioridad hoy debe ser la salud de la nación. Sin un pueblo sano difícilmente podremos luchar por la refundación del país para hacer posible la independencia y la soberanía en salud y en todo ámbito. Notas [1] De hecho, el que su efectividad no esté cercana al 100 % es el único gran problema que podría presentarse debido a que se haya desarrollado tan rápido. Sin embargo, esto deja de ser un problema si se vacuna a un porcentaje alto de la población, vale decir, a todos quienes puedan vacunarse (Paltiel et al. 2020).
Fuente: VALLEJOS, Gabriel. «Columna de Opinión Internacional (Chile) del 10.02.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.
CCLN/Sección III.C4 - Prensa y Relaciones Públicas
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